miércoles, 3 de julio de 2013

Ante la Ley


Hoy hace exactamente 130 años del nacimiento de Franz Kafka en la danubiana ciudad de Praga. Sus escritos rubricaron el fin de muchas certidumbres y seguridades del siglo XIX, e incoaron, en muchos sentidos, nuestra insegura confusa atrabiliaria época.



Hay un guardián ante la Ley. A ese guardián llega un campesino que pide ser admitido a la Ley. El guardián le responde que ese día no puede permitirle la entrada. El hombre reflexiona, y pregunta si luego podrá entrar.

Es posible ―dice el guardián―, pero no ahora.

Como la puerta de la Ley sigue abierta y el guardián está, a un lado, el hombre se agacha para espiar. El guardián se ríe, y le dice:

Fíjate bien: soy muy fuerte. Y soy el inferior de los guardianes. Dentro no hay una sala que no esté custodiada por su guardián, cada uno más fuerte que el anterior. Ya el tercero tiene un aspecto que yo mismo no puedo soportar.

El hombre no ha previsto esas trabas. Piensa que la Ley debe ser accesible a todos los hombres, pero al fijarse en el guardián con su capa de piel, su gran nariz aguda y su larga y deshilachada barba de tártaro, resuelve que más vale esperar. El guardián le da un banco y le deja sentarse junto a la puerta. Ahí pasa los días y los años. Intenta muchas veces ser admitido y fatiga al guardián con sus peticiones. El guardián entabla con él diálogos limitados y lo interroga acerca de su hogar y de otros asuntos, pero de una manera impersonal, como de señor importante, y siempre acaba repitiendo que no puede pasar todavía. El hombre, que se había equipado de muchas cosas para su viaje, va despojándose de todas ellas para sobornar al guardián. Éste no las rehúsa, pero declara:

Acepto para que no te figures que has omitido algún empeño.

En los muchos años el hombre no deja de mirarlo. Se olvida de los otros y piensa que éste es la única traba que lo separa de la Ley. En los primeros años maldice a gritos su perverso destino, con la vejez, la maldición decae en quejumbre. El hombre se vuelve infantil, y como en su vigilia de años ha llegado a reconocer las pulgas en la capa de piel, acaba por pedirles que le socorran y que intercedan con el guardián. Al fin se le nublan los ojos y no sabe si estos le engañan o si se ha oscurecido el mundo. Apenas si percibe en la sombra una claridad que fluye inmortalmente de la puerta de la Ley. Ya no le queda mucho que vivir. En su agonía los recuerdos forman una sola pregunta, que no ha propuesto aún al guardián. Como no puede incorporarse, tiene que llamarlo por señas. El guardián se agacha profundamente, pues la disparidad de las estaturas ha aumentado muchísimo.

¿Qué pretendes ahora? ―dice el guardián―, eres insaciable.

Todos se esfuerzan por la Ley ―dice el hombre―. ¿Será posible que en los años que espero nadie haya querido entrar sino yo?

El guardián entiende que el hombre se está acabando, y tiene que gritarle para que le oiga:

Nadie ha querido entrar por aquí, porque a ti solo estaba destinada esta puerta. Ahora voy a cerrarla.

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