miércoles, 28 de agosto de 2013

Las ciudades escondidas


Hoy regresamos a los peculiares viajes de Marco Polo, inventados de forma incomparable por Ítalo Calvino, en Las ciudades invisibles.

No es feliz la vida en Raissa. Por las calles la gente camina torciéndose las manos, impreca a los niños que lloran, se apoya en los parapetos del río con las sienes entre los puños, por la mañana despierta de un mal sueño y empieza otro. En los talleres donde a cada rato alguien se machaca los dedos con el martillo o se pincha con la aguja, o en las columnas de números torcidas de los negociantes y los banqueros, o delante de las filas de vasos sobre el estaño de las tabernas, menos mal que las cabezas agachadas te ahorran miradas torvas. Dentro de las casas es peor, y no hay que entrar para saberlo: en verano las ventanas aturden con peleas y platos rotos.
Y sin embargo, en Raissa hay a cada momento un niño que desde una ventana ríe a un perro que ha saltado sobre un cobertizo para morder un pedazo de polenta que ha dejado caer un albañil que desde lo alto del andamio exclama: —¡Prenda mía, déjame probar!— a una joven posadera que levanta un plato de estofado bajo la pérgola, contenta de servirlo al paragüero que celebra un buen negocio, una sombrilla de encaje blanco comprada por una gran dama para pavonearse en las carreras, enamorada de un oficial que le ha sonreído al saltar el último seto, feliz él pero más feliz todavía su caballo que volaba sobre los obstáculos viendo volar en el cielo a un francolín, pájaro feliz liberado de la jaula por un pintor feliz de haberlo pintado pluma por pluma, salpicado de rojo y de amarillo, en la miniatura de aquel libro en que el filósofo dice:
También en Raissa, ciudad triste, corre un hilo invisible que enlaza por un instante un ser viviente a otro y se destruye, luego vuelve a tenderse entre puntos en movimiento dibujando nuevas, rápidas figuras de modo que a cada segundo la ciudad infeliz contiene una ciudad feliz que ni siquiera sabe que existe.

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