Jerome
K. Jerome, Tres hombres en una barca
Es fantástico, pero
jamás he podido leer el prospecto de un medicamento sin llegar a la
conclusión de que sufro la enfermedad allí descrita bajo su forma
más virulenta. El diagnóstico siempre corresponde a las sensaciones
que en algún momento he experimentado.
En cierta ocasión fui a la biblioteca
del British Museum para enterarme del tratamiento a seguir con respecto a cierta indisposición que me causaba ligeras molestias. Cogí el
Diccionario de Medicina, enterándome de cuanto me interesaba,
y luego, irreflexivamente, hojeé varias páginas y me puse a
estudiar indolentemente las enfermedades en general.
No recuerdo cual
fue la primera dolencia con que tropecé, sólo sé que era una
terrible y devastadora epidemia, y antes de haber terminado con sus síntomas llegó a mi mente la terrible certeza de
que los tenía todos. Durante unos minutos me quedé helado por el
estupor, y llevado por la desesperación volví a hojear el
Diccionario. Llegué hasta la fiebre tifoidea, leí sus
características, descubriendo que estaba con fiebre tifoidea; la padecía desde hace meses. Me pregunté qué otra cosa
más podía padecer y abrí el capítulo dedicado al baile de San
Vito, y, tal como esperaba, también sufría de esas tremendas
convulsiones. Entonces mi caso, que ya bordeaba los límites de lo
patológico, comenzó a interesarme, y, decidido a llegar hasta el
final, recorrí el volumen por orden alfabético. Lo primero que
encontré fue la acidosis, enterándome de que estaba en los
principios de la enfermedad, cuyo periodo de más agudo tendría
lugar dentro de unos quince días; con enorme alivio supe que padecía
la enfermedad de Bright en su forma más moderada y que, por lo
tanto, aún me quedaban algunos años de vida. Tenía el cólera, con
gravísimas complicaciones, y por lo que se refería a la difteria se podría decir que nací con ella.
Concienzudamente
repasé las veintiséis letras del alfabeto, y la única enfermedad
que, según el Diccionario, no padecía, era la “rodilla de
fregona”. Debo confesar que en un primer momento esto me molestó, me
hizo el efecto de una especie de menosprecio, ¿por qué motivo no
sufría esa enfermedad? ¿a santo de qué esta odiosa salvedad? Sin
embargo, al cabo de unos minutos, sentimientos menos egoístas
brotaron de mi corazón, y reflexioné sobre mi caso: padecía
absolutamente todas las enfermedades conocidas menos una. ¿Acaso
esto podía tacharse de menosprecio? Sí, honradamente podía
prescindir de la “rodilla de fregona”. La gota en su fase más
aguda habíase apoderado de mis articulaciones, sin haberme enterado
de ello y, por lo visto padecía de zoonosis desde mi más tierna
infancia, y como no aparecían más enfermedades después de la
zoonosis, me convencí de que ya no padecía de ninguna otra.
Entonces me sumí en ondas reflexiones. ¡Qué excelente adquisición
iba a resultar para la Academia de Medicina! No sería necesario que
los estudiantes acudieran a los hospitales. Teniéndome a mí, ¡un
compendio de todos los males!, se ahorraban perder tiempo en visitas
y conferencias; sólo haría falta que me estudiasen detenidamente, y
luego podrían doctorarse con todos los honores.
Me pregunté cuánto
tiempo me quedaba de vida, intenté examinarme y me tomé el pulso;
en un primer momento no lo encontré; luego, bruscamente, se disparó,
saqué el reloj para cronometrar sus pulsaciones y obtuve como
resultado la bonita cifra de 147 por minuto. Después quise
auscultarme el corazón; no pude oír el más mínimo latido, ¡no
estaba en su sitio! (Claro está que, a pesar de todo, mi víscera
cardíaca nunca debe haber salido de mi pecho; mas en aquellos
instantes no podía asegurarlo, y su posible paradero me preocupó
bastante). Me propiné una serie de palmadas en la parte delantera de
mi “edificio”, desde lo que llamo cintura hasta la cabeza, dando
la vuelta hacia cada costado y la espalda, pero no oí ni sentí
nada. Quise mirarme el estado de mi lengua, la saqué cuanto pude,
cerrando un ojo e intentando examinarla con el otro: sólo conseguí
divisar la punta –¡y esto a riego de quedarme bizco!– cuyo
extraño color me llevó al firme convencimiento de que tenía
escarlatina.
Había entrado en la
biblioteca lleno de vigor, contento, optimista, pero a la salida
estaba convertido en una ruina ambulante, con un pie en la tumba. Sin
perder tiempo me dirigí a casa de mi médico, un viejo amigo que
cuando creo estar enfermo me toma el pulso, me hace sacar la lengua y
se pone a hablar sobre el tiempo. Por mi mente cruzaban agridulces
pensamientos –las perspectivas de un viaje al más allá no suelen
ser muy alegres– que iban ensombreciendo mi espíritu; el único
rayo luminoso en esa profunda oscuridad era pensar en el favor que
iba a hacer a mi amigo. Lo que un médico necesita –me dije a mí
mismo– es mucha práctica, y teniéndome a mí... ¡ni que
atendiese a mil setecientos cincuenta pacientes con sólo una o dos
enfermedades!
Al llegar a su casa
apenas tenia alientos para subir las escaleras; oprimí el timbre con
las escasa fuerzas que me quedaban, y, casi arrastrándome, pude
llegar hasta su despacho.
–Bien, muchacho
–exclamó alegremente mi amigo–. ¿Qué es lo que te trae por
aquí?
–No pienso hacerte
perder tiempo, chico –respondí con trémolos en la voz–,
diciéndote lo que me ocurre... La vida es muy corta y podrías morir
antes de que terminara de hablar... Sin embargo, voy a decirte lo que
no me pasa: ¡no padezco de la “rodilla de fregona”!... No puedo
decirte a qué se debe esta anomalía; no obstante es evidente que no
sufro esa dolencia. En cambio... en cambio: ¡estoy atacado de todas
las enfermedades! –Y le expliqué seguidamente como había llegado
a tan lamentable descubrimiento.
Me hizo desvestir,
me tomó el pulso golpeándome el pecho cuando menos lo esperaba –a
esto le llamo una perfecta cobardía–, después restregó su cabezota
contra mi espalda. En cuanto hubo terminado estas operaciones se
sentó a escribir una receta, que me entregó doblada. La guardé en
el bolsillo y me marché; no sentí curiosidad de abrirla; me limité
a llevarla a la farmacia más próxima donde el farmacéutico la
leyó, devolviéndomela inmediatamente.
–¿No es usted
farmacéutico? –pregunté molesto.
–Si, lo soy
–repuso gravemente–. Si tuviese una tienda de ultramarinos y una pensión
familiar podría servirle; mas siendo sólo licenciado en farmacia,
no veo la manera de atenderle.
Sus palabras me
intrigaron sumamente, y desdoblé la receta. A mi amigo no se le
había ocurrido más que esto:
“Una libra de
bistec con un jarro de cerveza cada seis horas.
Un paseo de diez
millas cada mañana.
Acostarse a la once
de la noche
Y no llenarse la
cabeza con cosas que no se entienden”.
Me apresuré a
seguir los consejos de mi médico con el feliz resultado –desde
luego hablo por mí particularmente– de que salvé mi vida y aún
estoy bueno y sano.