Julio
Torri en 1915.
El fusilamiento es
una institución que adolece de algunos inconvenientes en la
actualidad.
Desde luego, se
practica a las primeras horas de la mañana. “Hasta para morir
precisa madrugar”, me decía lúgubremente en el patíbulo un
condiscípulo mío que llegó a destacarse como uno de los asesinos
más notables de nuestro tiempo.
El rocío de las
yerbas moja lamentablemente nuestros zapatos, y el frescor del
ambiente nos arromadiza. Los encantos de nuestra diáfana campiña
desaparecen con las neblinas matinales.
La mala educación
de los jefes de escolta arrebata a los fusilamientos muchos de sus
mejores partidarios. Se han ido definitivamente de entre nosotros las
buenas maneras que antaño volvían dulce y noble el vivir, poniendo
en el comercio diario gracia y decoro. Rudas experiencias se delatan
en la cortesía peculiar de los soldados. Aun los hombres de temple
más firme se sienten empequeñecidos, humillados, por el trato de
quienes difícilmente se contienen un instante en la áspera
ocupación de mandar y castigar.
Los soldados rasos
presentan a veces deplorable aspecto: los vestidos, viejos; crecidas
las barbas; los zapatones cubiertos de polvo; y el mayor desaseo en
las personas. Aunque sean breves instantes los que estáis ante
ellos, no podéis sino sufrir atrozmente con su vista. Se explica que
muchos reos sentenciados a la última pena soliciten que les venden
los ojos.
Por otra parte,
cuando se pide como postrera gracia un tabaco, lo suministrarán de
pésima calidad piadosas damas que poseen un celo admirable y una
ignorancia candorosa en materia de malos hábitos. Acontece otro
tanto con el vasito de aguardiente, que previene el ceremonial. La
palidez de muchos en el postrer trance no procede de otra cosa sino
de la baja calidad del licor que les desgarra las entrañas.
El público a esta
clase de diversiones es siempre numeroso; lo constituyen gente de
humilde extracción, de tosca sensibilidad y de pésimo gusto en
artes. Nada tan odioso como hallarse delante de tales mirones. En
balde asumiréis una actitud sobria, un ademán noble y sin
artificio. Nadie los estimará. Insensiblemente os veréis compelidos
a las burdas frases de los embaucadores.
Y luego, la carencia
de especialistas de fusilamientos en la prensa periódica. Quien
escribe de teatros y deportes tratará acerca de fusilamientos e
incendios. ¡Perniciosa confusión de conceptos! Un fusilamiento y un
incendio no son ni un deporte ni un espectáculo teatral. De aquí
proviene ese estilo ampuloso que aflige al connaisseur, esas
expresiones de tan penosa lectura como “visiblemente conmovido”,
“su rostro denotaba la contrición”, “el terrible castigo”,
etcétera.
Si el Estado quiere
evitar eficazmente las evasiones de los condenados a la última pena,
que no redoble las guardias, ni eleve los muros de las prisiones. Que
purifique solamente de pormenores enfadosos y de aparato ridículo un
acto que a los ojos de algunos conserva todavía cierta importancia.
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