Ya
viene el curso. Para ir concluyendo esta primera temporada del blog,
resulta obligado revisitar una vez más al gigantesco (pero de
nuestra talla) Jorge Luis Borges.
By
this art you may contemplate the variation of the 23 letters...
The
Anatomy of Melancholy, part. 2, sect. II, mem. IV
El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número
indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos
pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas.
Desde cualquier hexágono, se ven los pisos inferiores y superiores:
interminablemente. La distribución de las galerías es invariable.
Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los
lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la
de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto
zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a
todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes
minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las
necesidades fecales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma
y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que
fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese
espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ta qué
esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies
bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede de unas
frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada
hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente,
incesante.
Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud;
he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de
catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que
escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que
nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la
baranda; mi sepultura será el aire insondable: mi cuerpo se hundirá
largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por
la caída, que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es
interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son
una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra
intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala
triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les
revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo
continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es
sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.)
Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: «La Biblioteca es
una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya
circunferencia es inaccesible».
A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco
anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato
uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página,
de cuarenta renglones, cada renglón, de unas ochenta letras de color
negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no
indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa
inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la
solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas
proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero
rememorar algunos axiomas.
El primero: La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad
cuyo corolario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna
mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario,
puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo,
con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de
infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el
bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir
la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar
estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la
tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales,
delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.
El segundo: «El número de símbolos ortográficos es veinticinco».
Esa comprobación permitió, hace trescientos años, formular una
teoría general de la Biblioteca y resolver satisfactoriamente el
problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza
informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en
un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las
letras MCV perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el
último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de
letras, pero la página penúltima dice «Oh tiempo tus pirámides».
Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas
de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias.
(Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la
supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la
equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas
de la mano... Admiten que los inventores de la escritura imitaron los
veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación
es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya
veremos, no es del todo falaz.)
Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables
correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los
hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un
lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que unas
millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más
arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero
cuatrocientas diez páginas de inalterable MCV no pueden corresponder
a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos
insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el
valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que
puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero
esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías;
universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el
sentido en que la formularon sus inventores.
Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un
libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de
líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante,
que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le dijeron
que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un
dialecto samoyedo—lituano del guaraní, con inflexiones de árabe
clásico. También se descifró el contenido: nociones de análisis
combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición
ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio
descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador
observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de
elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós
letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros
han confirmado: «No hay, en la vasta Biblioteca, dos libros
idénticos». De esas premisas incontrovertibles dedujo que la
Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles
combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número,
aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar:
en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las
autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la
Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de
la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del
catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basílides, el
comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese
evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada
libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos
los libros.
Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la
primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres
se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había
problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en
algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo
bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En
aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología
y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre
del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles
de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron
escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su
Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos,
proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras
divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles,
morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se
enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se
refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias)
pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre
encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es
computable en cero.
También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos
de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es
verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras:
si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca
habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los
vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que
los hombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales,
inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan
siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los
mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario;
alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de
palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.
A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión
excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono
encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran
inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió
que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y
símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos
libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar
órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto
hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos
discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el
divino desorden.
Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las
obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no
siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban
anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la
insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado,
pero quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó,
negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que
toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada
ejemplar único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total)
hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de
obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la
opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las
depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas
por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio
de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato
menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.
También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre
del Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los
hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio
perfecto de todos los demás:
algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el
lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese
funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un
siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar
el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un
método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente
un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B,
consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En
aventuras de ésas, he prodigado y consumado mis años. No me parece
inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total;
ruego a los dioses ignorados que un hombre —¡uno solo, aunque sea,
hace miles de años!— lo haya examinado y leído. Si el honor y la
sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que
el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea
ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme
biblioteca se justifique.
Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que
lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi
milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de «la Biblioteca febril,
cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en
otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una
divinidad que delira». Esas palabras, que no sólo denuncian el
desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su
gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca
incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que
permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo
disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los
muchos hexágonos que administro se titula Trueno peinado, y
otro El calambre de yeso y otro Axaxaxas mlö.
Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son
capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa
justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la
Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres
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que
la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas
secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una
sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en
alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es
incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya
existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno
de los incontables hexágonos —y también su refutación. (Un
número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos,
el símbolo biblioteca admite la correcta definición «ubicuo y
perdurable sistema de galerías hexagonales», pero biblioteca
es «pan» o «pirámide» o cualquier otra cosa, y las siete
palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás
seguro de entender mi lenguaje?)
La escritura metódica me distrae de la presente condición de los
hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos
afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan
ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben
descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas,
las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo,
han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada
año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero
sospecho que la especie humana —la única— está por extinguirse
y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita,
perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil,
incorruptible, secreta.
Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por
una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo
es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares
remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden
inconcebiblemente cesar —lo cual es absurdo—. Quienes lo imaginan
sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo
me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La
Biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la
atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los
siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden
(que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con
esa elegante esperanza.
1941, Mar del Plata
1 El
manuscrito original no contiene guarismos o mayúsculas. La
puntuación ha sido limitada a la coma y al punto. Esos dos signos,
el espacio y las veintidós letras del alfabeto son los veinticinco
símbolos suficientes que enumera el desconocido. (Nota del
Editor.)
2 Antes,
por cada tres hexágonos había un hombre. El suicidio y las
enfermedades pulmonares han destruido esa proporción. Memoria de
indecible melancolía: a veces he viajado muchas noches por
corredores y escaleras pulidas sin hallar un solo bibliotecario.
3 Lo
repito: basta que un libro sea posible para que exista. Sólo está
excluido lo imposible. Por ejemplo: ningún libro es también una
escalera, aunque sin duda hay libros que discuten y niegan y
demuestran esa posibilidad y otros cuya estructura corresponde a la
de una escalera.