Aquí
está la clásica historia del caballero, la princesa prisionera, y
el malvado dragón... Pero las cosas no son siempre lo que parecen.
El cuento es de Julio Torri.
Todo se adultera
hoy. A mí me ha tocado personificar un heroísmo falso. Maté al
pobre dragón de modo alevoso que no debe ni recordarse. El
inofensivo monstruo vivía pacíficamente y no hizo mal a nadie.
Hasta pagaba sus contribuciones, y llegó en inocente simplicidad a
depositar su voto en las ánforas, durante las últimas elecciones
generales. Me vio llegar como a un huésped, y cuando hacía ademán
de recibirme y brindarme hospedaje, le hendí la cabeza de un tajo.
Horrorizado por mi villanía hui de los fotógrafos que pretendían
retratarme con los despojos del pobre bicho, y con el malhadado
alfanje desenvainado y sangriento. Otro se aprovechó de mi fea
hazaña e intentó obtener la mano de la princesa. Por desdicha mis
abogados lo impidieron y aun obligaron al impostor a pagar las costas
del juicio. No hubo más remedio que apechugar con la hija del rey, y
tomar parte en ceremonias que asquearían aun a Mr. Cecil B. de
Mille.
La princesa no es la
joven adorable que estáis desde hace varios años acostumbrados a
ver por las tarjetas postales. Se trata de una venerable matrona que,
como tantas mujeres que han prolongado su doncellez, se ha chupado
interiormente. (Perdonadme lo bajo de la expresión.) Resulta su
compañía tan enfadosa que a su lado se explica uno los horrores de
todas las revoluciones. Sus aficiones son groseras: nada la complace
más que exhibirse en público conmigo, haciendo gala de un amor
conyugal que felizmente no existe. Tiene alma vulgar de actriz de
cine. Siempre está en escena, y aun lo que dice dormida va destinado
a la galería. Sus actitudes favoritas, la de infanta demócrata, de
esposa sacrificada, de mujer superior que tolera menesteres humildes.
A su lado siento náuseas incontenibles.
En los momentos de
mayor intimidad mi egregia compañera inventa frases altisonantes que
me colman de infortunio: “la sangre del dragón nos une”; “tu
heroicidad me ha hecho tuya para siempre”; o bien “la lengua del
dragón fue el ábrete sésamo”; etcétera.
Y luego las
conmemoraciones, los discursos, la retórica huera... toda la triste
máquina de la gloria. ¡Qué asco de mí mismo por haber comprado
con una villanía bienestar y honores! ¡Cuánto envidio la sepultura
olvidada de los héroes sin nombre!
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