Hoy
regresamos a los peculiares viajes de Marco Polo, inventados de forma
incomparable por Ítalo Calvino, en Las ciudades invisibles.
No es feliz la vida
en Raissa. Por las calles la gente camina torciéndose las manos,
impreca a los niños que lloran, se apoya en los parapetos del río
con las sienes entre los puños, por la mañana despierta de un mal
sueño y empieza otro. En los talleres donde a cada rato alguien se
machaca los dedos con el martillo o se pincha con la aguja, o en las
columnas de números torcidas de los negociantes y los banqueros, o
delante de las filas de vasos sobre el estaño de las tabernas, menos
mal que las cabezas agachadas te ahorran miradas torvas. Dentro de
las casas es peor, y no hay que entrar para saberlo: en verano las
ventanas aturden con peleas y platos rotos.
Y sin embargo, en
Raissa hay a cada momento un niño que desde una ventana ríe a un
perro que ha saltado sobre un cobertizo para morder un pedazo de
polenta que ha dejado caer un albañil que desde lo alto del andamio
exclama: —¡Prenda mía, déjame probar!— a una joven posadera
que levanta un plato de estofado bajo la pérgola, contenta de
servirlo al paragüero que celebra un buen negocio, una sombrilla de
encaje blanco comprada por una gran dama para pavonearse en las
carreras, enamorada de un oficial que le ha sonreído al saltar el
último seto, feliz él pero más feliz todavía su caballo que
volaba sobre los obstáculos viendo volar en el cielo a un francolín,
pájaro feliz liberado de la jaula por un pintor feliz de haberlo
pintado pluma por pluma, salpicado de rojo y de amarillo, en la
miniatura de aquel libro en que el filósofo dice:
—También en
Raissa, ciudad triste, corre un hilo invisible que enlaza por un
instante un ser viviente a otro y se destruye, luego vuelve a
tenderse entre puntos en movimiento dibujando nuevas, rápidas
figuras de modo que a cada segundo la ciudad infeliz contiene una
ciudad feliz que ni siquiera sabe que existe.
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