El argentino Enrique
Anderson Imbert (1910-2000) fue profesor en varias universidades de
su país y de Estados Unidos.
El niño empezó a
treparse por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en la
butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al
sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo
duro para ofrecer al juego del hijo una solidez de montaña. Y el
niño lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las
piernas, en el talud del pecho, en los brazos, en los hombros,
inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza,
el niño no vio a nadie.
―¡Papá, papá!
―llamó a punto de llorar.
Un viento frío
soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la nieve, quería
caminar y no podía.
―¡Papá, papá!
El niño se echó a
llorar, solo sobre el desolado pico de la montaña.
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