Vamos
con una de humor inglés. Jerome K. Jerome, en este pasaje de Tres
hombres en una barca, es
capaz de alargar y alargar una mínima anécdota...
En cierta ocasión
un buen amigo mío adquirió un par de quesos en Liverpool;
magníficos quesos, estaban aquello que se llama a punto y eran
verdaderamente apetitosos. Su olor poseía la fuerza de doscientos
caballos; podía garantizarse una expansión a más de tres
kilómetros a la redonda y asegurar que derribaría a un hombre a más
de doscientos metros de distancia. Como entonces me encontraba en
Liverpool, mi amigo me pidió le hiciera el favor de llevarlos a
Londres, pues no pensaba marchar antes de un par de días, en cuya
fecha los quesos se habrían echado a perder.
–Si, hombre,
encantado– le dije sin saber lo que hacía.
Fui al hotel a
recogerlos y subí a un coche, un destartalado carricoche, arrastrado
por un pobre animal asmático y sonámbulo, además de patizambo, a
quién su propietario en un momento de delirio bautizó con el
pomposo título de caballo. Dejé los quesos en la imperial y
emprendimos la marcha con un suave ritmo que no excedía la marcha
media de los coches. Íbamos con la misma alegría de una campanas
redoblando a muerto cuando al volver una esquina, el viento llevó al
olfato del animal una bocanada de “aire de queso”; inmediatamente
se despabiló, murmuró algo entre dientes y arrancó furioso a tres
kilómetros por minuto. El viento continuaba llevándole los mismos
efluvios, y antes de llegar al extremo de la calle corríamos a una
velocidad escalofriante. Fue necesario utilizar los servicios de dos
forzudos mozos, sin contar al cochero, para que se detuviera en la
estación, aunque he de confesar que no creo que eso hubiese sido
posible si uno de ellos no hubiese tenido la suficiente presencia de
espíritu de taparle la nariz con el pañuelo, quemando un trozo de
papel de embalaje a continuación.
Saqué el billete y
entré en el apeadero con mi gran paquete. La gente, con muestras del
más vivo respeto, se apartaba cediéndome el paso. El tren estaba
lleno hasta los topes y no tuve más remedio que subir a un
departamento donde había siete personas. Un anciano, de ásperos
modales, hizo algunas objeciones, pero, quieras o no, subí,
colocando mis quesos en el portaequipajes. Al cabo de unos segundos
creí dar muestras de buena educación haciendo una observación
banal, y dije:
–¡Que día más
caluroso!
Nadie se tomó la
molestia de contestarme. Hubo una pausa que duró bastante rato hasta
que de pronto el anciano murmuró:
–¡Que olor más
fuerte!
–Sí,
desagradable... ¡asfixiante! –exclamó mi vecino.
Ambos comenzaron a
respirar con fuerza; a la tercera aspiración de aire se sintieron
mareados, y sin decir una sola palabra salieron del departamento. Una
señora de formas demasiado rotundas, se levantó exclamando:
–¡Parece
mentira...! Molestar de esta manera a una mujer honrada... –y
cogiendo un maletín y ocho paquetes también se marchó.
Los restantes cuatro
viajeros permanecieron inmóviles hasta la próxima estación, donde
subió un hombre de solemne aspecto, que parecía pertenecer al
honrado gremio de enterradores, quien se sentó en un rincón
murmurando:
–Hum... se diría
que por aquí hay un niño muerto...
Y los pasajeros se
precipitaron, en vergonzosa huida hacia a la puerta, empujándose
para salir antes.
–Tendremos el
vagón para nosotros solos –dije amablemente, y el desconocido
respondió riendo alegremente:
–¡Hay gente que
se preocupa por tonterías...!
Sin embargo, durante
el trayecto fue cambiando de expresión, parecía como si lentamente
le agobiasen tristes pensamientos. Al llegar a Crewe creí
conveniente invitarle a beber. Nos dirigimos a la fonda de la
estación, donde estuvimos golpeando el mostrador con los paraguas y
dando palmadas más de un cuarto de hora, hasta que una mozuela hizo
su aparición, inquiriendo si “por casualidad” queríamos algo.
–¿Qué va a
tomar? –pregunté a mi acompañante.
–Media botella de
coñac, señorita –repuso este sin tan siquiera mirarme y apenas
hubo dado fin a su copa desapareció encaminándose a otro vagón. He
de confesar que su proceder me pareció bastante grosero.
A pesar de que el
tren iba atestado, a partir de Crewe permanecí en la más absoluta
de las soledades; en cada estación que se detenía, los viajeros
viendo mi compartimiento vacío, exclamaban alborozados:
–¡María, sube
aquí...!
–Venid... hay
sitio...
–Tom, nosotros
subimos en este.
Y corrían,
arrastrando sus equipajes peleándose delante de la portezuela para
subir primero. Alguno lograba abrirla, subía, y caía de espaldas en
brazos de los demás, que a su vez se asomaban, percibían el olor y,
retrocediendo, medio asfixiados, corrían a amontonarse en los otros
coches, aunque fuese pagando suplemento de primera clase.
Al llegar a la
capital, me apresuré a llevar los quesos a la familia de mi amigo, y
cuando hice mi aparición en la salita donde su esposa me aguardaba,
ésta exclamó intempestivamente:
–¿Qué ha
ocurrido?... Por favor, dígame que ha pasado. ¡No me oculte nada!
–No ha ocurrido
nada, querida señora, sólo son unos quesos que Tom compró el
Liverpool y me pidió que se los trajera... Hágase cargo que por
parte mía no existe la menor culpabilidad...
–Estoy convencida
de ello; de todas maneras ya hablaré con mi marido sobre esto.
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