Hace
unas pocas semanas falleció el destacado escritor aragonés Javier
Tomeo. Sirva como homenaje este breve cuento.
Cuando la atmósfera
familiar se hizo irrespirable me escapé de casa y durante algunos
años estuve recorriendo el mundo y olvidando mi verdadera identidad
en insensatas aventuras.
Hace un año,
agotada ya toda la pirotecnia juvenil, decidí regresar al hogar para
postrarme a los pies de mi anciano padre. Fue un reencuentro
emocionante. Reconocí su voz de bajo profundo y me pareció que
conservaba toda su riqueza tímbrica, pero advertí que pronunciaba
las erres de un modo distinto, al estilo francés, como si tuviese
algún defecto congénito en las cuerdas vocales que yo, sin embargo,
no podía recordar.
Soltó unas cuantas
lágrimas que se sorbió luego con la punta de la lengua, en un
rapidísimo movimiento reflejo que yo tampoco le recordaba, y me
confesó que durante los últimos años su miopía se había
agudizado notablemente, hasta el punto de que ni siquiera con la
ayuda de los más gruesos cristales era capaz de leer los titulares
de los periódicos.
—De hecho —me
confesó—, me paso los días encerrado entre estas cuatro paredes,
sentado junto a la ventana, sin poder distinguir las fachadas de las
casas de enfrente.
—Padre querido —le
dije—. También mi miopía ha empeorado durante estos últimos
años, pero te juro que no ha sido eso lo que me ha hecho regresar.
Abandoné esta casa con la vana pretensión de conquistarlo todo y
hoy regreso decepcionado de lo que he visto por esos mundos de Dios.
—Seguro que has
sufrido mucho —suspiró, desde lo profundo de su silencio—. Eso
se nota incluso en tu voz, que también parece distinta.
Me senté a su lado
y, con prisas (como tratando de recuperar el tiempo perdido),
empezamos a trazar planes para el futuro.
Me dijo que pensaba
recuperar su negocio (que había arrendado algunos meses antes a unos
parientes lejanos, de los que no había oído hablar nunca), y que
sería yo, su amado hijo pródigo, el encargado de darle nuevos
impulsos.
—No será tarea
fácil —me advirtió—, porque durante estos últimos años han
cambiado las cosas. Los fumadores se han acostumbrado a los
cigarrillos hechos y apenas compran papel de fumar.
Se dolió de que,
prácticamente hubiesen desaparecido ya todos aquellos fumadores de
otros tiempos, capaces de pasarse diez minutos liándose un
cigarrillo.
—Tienes razón
—reconocí—. Aquellos litúrgicos fumadores de antaño
desaparecieron. La gente fuma ahora de un modo espasmódico. Sólo
los más jóvenes recurren de vez en cuando al papel de fumar para
liarse alguno de esos cigarrillos especiales. Pero ¿qué tiene que
ver todo eso con tu negocio?
—¿Cómo? —se
extrañó mi padre—. ¿Has olvidado acaso nuestra pequeña fábrica
de papel de fumar?
—Claro que no —le
mentí, preocupado por mi falta de memoria.
Lo cierto es que
cuando abandoné mi hogar, mi padre regentaba un pequeño taller de
relojería, en el que trabajaban además otras dos personas. En aquel
momento, sin embargo, preferí no hacerle preguntas al respecto. Fui
a la cocina, puse la cafetera en el fuego y cinco minutos después
regresé al comedor con una taza de café humeante.
—Por lo menos —le
dije, echando en la taza tres terrones de azúcar—, no he olvidado
que te gusta el café bastante dulce.
—Nada menos cierto
—replicó mi padre—, Siempre lo he preferido amargo, ¿También
te has olvidado de eso?
Rechazó la taza que
le ofrecía y volvió a hablarme de su fábrica de papel de fumar.
Apuntó la posibilidad de venderla para montar otro negocio más
acorde con los nuevos tiempos. Yo seguí sentado a su lado, tratando
inútilmente de recoger en el aire de la habitación algún perfume
que me resultase familiar. Mientras daban las cinco de la tarde en el
reloj de pared sonó con insistencia el timbre de la puerta.
—Esa es Matilde,
la enfermera —anunció mi padre—. Seguro que te acuerdas de ella.
Hace veinte años que viene cada día a esta casa.
Distinguí en el
centro de la estancia la silueta de una mujer vestida de blanco que
esparcía a su alrededor un fuerte olor a alcanfor.
—Mi hijo ha vuelto
—insistió mi padre, como si no hubiese oído a la enfermera—, y
hoy, por fin, mi vida vuelve a tener sentido.
Comprendí en ese
instante que aquel anciano no era mi padre y que, seguramente, me
había equivocado de piso. Me dije que tal vez en aquel inmueble
vivían otros padres miopes que, desde hacía años, aguardaban
también el regreso de otros hijos miopes.
Supe luego que mi
verdadero padre, que vivía precisamente en el piso de abajo, había
fallecido tres años antes susurrando mi nombre. No quise, sin
embargo, renunciar al padre que me brindaba el destino y continué en
mi nuevo hogar pese a la sorda oposición de la enfermera. Aquella
mujer, por suerte, falleció hace un par de meses, antes de que
pudiese convencer a su paciente de que yo no era el hijo que había
estado esperando durante tantos años.
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