miércoles, 17 de julio de 2013

Cómo un padre de familia cuelga un cuadro

Jerome K. Jerome fue un escritor inglés. En 1889 publicó el divertidísimo Tres hombres en una barca, que supuso un nuevo tipo de libro humorístico, en buena parte todavía vigente. Este fragmento funciona como un espléndido cuento.



¡Cómo me recuerda a mi pobre tío Podger! Jamás se ha visto en hogar alguno alguna conmoción semejante a la que sucedía en su casa cuando se disponía a hacer algo. Un día le trajeron un cuadro –de cuyo valor artístico prefiero no hablar– y en lugar de colocarlo en su sitio, como era de esperar, se limitaron a dejarlo en un rincón del comedor. La tía Podger, mujer eminentemente ordenada, preguntó qué debía hacerse, y su marido respondió alegremente:

No te preocupes, querida, de eso voy a encargarme yo...

Inmediatamente procedió a despojarse de su chaqueta y comenzó sus actividades enviando a la criada a buscar dieciséis peniques de clavitos, al poco rato uno de los niños tuvo que salir corriendo detrás de ella para decirle de qué medida tenían que ser, y, desde ese instante, la casa se convirtió en un pequeño manicomio.

¡Anda, Will, ve a buscarme el martillo! –gritaba el tío Podger–. ¡Tú, Tom, tráeme la regla...! ¡Sí! ¡También necesitaré la escalera de mano!... ¡Y una silla de la cocina!... Jim, vete a casa del señor Goggles y dile: “muchos recuerdos de papá, que espera que su pierna esté mejor, y si hace el favor de dejarle la escala métrica...” Tú, María, no te muevas, alguien ha de aguantarme la luz... Ah, cuando la chica regrese que vaya a comprar un cordel... Tom, ¿dónde está Tom? Tom, ven aquí, dame el cuadro.

Cogió el cuadro, que se le resbaló de las manos, e intentando evitar la rotura del cristal sólo consiguió cortarse; lleno de furor dio vueltas buscando su pañuelo, que no encontraba, pues lo llevaba en el bolsillo de la chaqueta que se quitara para trabajar y cuyo paradero ignoraba. Toda la familia se vio obligada a dedicarse a su búsqueda mientras el tío Podger, rezongando imprecaciones, no paraba de moverse en todas direcciones.

¿Es que en esta santa casa nadie sabe dónde está mi chaqueta? ¡En mi vida he visto gente igual! ¡Seis personas y no pueden encontrar una cosa que no hace cinco minutos que la llevaba! ¡En nombre de...!

Al fin, cansado de andar, se sentó, levantándose en seguida de un salto:

¿Lo veis? ¡He tenido que ser yo quien la encontrara! –exclamó indignado–. ¡Y precisamente en esta silla donde acabo de sentarme...! ¡Cuando hay que buscar algo valdría más pedirlo al gato que a vosotros...!

Y después de perder media hora en vendarle la mano y encontrar otro cristal, y conseguir que las herramientas, la escalera y la silla estuviesen a mano, reanudaba su tarea. Todos, incluyendo a la criada y a la asistenta, estábamos de pie, en semicírculo, dispuestos a ayudarle; dos personas sujetaban la silla, otra le cogía por las piernas, un cuarto ayudante le pasaba los clavos, y el que hacía el número cinco le daba el martillo. El tío Podger cogió el clavo por la punta –con el natural resultado de pincharse– y lo dejó caer.

¡Vaya...! –exclamó quejumbrosamente–. ¡Ya se me ha caído!

Nos pusimos de rodillas buscándolo afanosamente, mientras él seguía en la silla, gruñendo si es que pensábamos hacerle pasar toda la noche en semejante posición; finalmente apareció el clavo, mas en ese instante el martillo desapareció misteriosamente.

¿Dónde está el martillo?...¿Qué he hecho con el martillo?... ¡Santo cielo!...¡Seis personas dando vueltas, con la boca abierta, y no saben lo que he hecho con el martillo! –decía indignado.

Encontramos el martillo y la situación pareció recobrar su anterior normalidad; empero entonces no distinguió la marca hecha en la pared, y tuvimos que subirnos a la silla, junto a él, a ver si la veíamos. Cada uno la descubría en un lugar diferente; nos llamó tontos, uno por uno, ordenandonos bajar; cogió la regla volvió a medir, lo que le dio como resultado que el lugar en cuestión debía ser a treinta y una y tres octavos de pulgada del rincón, e intentó hacer un cálculo mental. A nuestra vez probamos de calcular la distancia, mas se obtuvieron tantos resultados como personas se encontraban en la habitación, lo que dio motivo para zaherirnos mutuamente. En la discusión que siguió, se olvidó el primer número y el tío Podger tuvo que medir de nuevo, utilizando en esta ocasión un trozo de cordel; y en el instante crítico, cuando el honorable anciano se balanceaba en la silla a un ángulo de cuarenta y cinco grados, queriendo llegar tres pulgadas más allá de lo posible, resbaló y cayó sobre el piano, lográndose un efecto maravillosamente musical, dada la exactitud con que todos los miembros de su cuerpo acariciaron el teclado. La tía María, avergonzada del vocabulario que su esposo reservó para semejante ocasión, protestó, añadiendo que espectáculos de esta clase eran contraproducentes para la pedagogía infantil.

Finalmente, el tío Podger, logró encontrar la famosa marca, apoyó encima un dedo de su mano izquierda, y asiendo el martillo con la derecha dio un golpe con toda sus fuerzas. Como era de esperar, el clavo no se hundió en la pared; en cambio, oyóse un grito de dolor y el ruido del martillo al caer sobre los pies de alguien.

Querido Podger –dijo tía María suavemente–, la próxima vez que tengas que colgar un cuadro, sería mejor que me lo avisases con tiempo... Así lo tendré todo a punto para irme con los niños a casa de mamá mientras tú terminas de decorar nuestra casa...

¡Oh, vosotras, mujeres... lo complicáis todo! –repuso el tío Podger animándose–. ¡Si yo disfruto haciendo cositas de éstas!

Volvió a probar suerte; al segundo golpe el clavo hundióse en el yeso arrastrando medio martillo, y tío Podger se precipitó contra la pared como si tuviese interés en aplastarse la nariz. Tuvimos que volver a buscar la regla y el cordel que, naturalmente, habían vuelto a extraviarse; se hizo un nuevo agujero y a eso de media noche el cuadro estaba colgado, aunque un poco torcido, mientras el aspecto de la pared era el de haber sufrido las constantes caricias de un gigantesco rastrillo, y todos nosotros, menos el tío Podger, teníamos el mismo aire de unos condenados a trabajos forzados.

¿Lo estáis viendo? –exclamó, bajando pesadamente de la silla y “aterrizando” en los pies de la criada–. ¡Si es facilísimo!... Y pensar que mucha gente llamaría a un operario para una cosita como ésta...

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