El
norteamericano Ray Bradbury fue un prolífico escritor fantástico y
popular. En Farenheit 451 crea un mundo futuro atroz: los
libros están prohibidos, y los bomberos se ocupan de quemar aquellos
que se encuentran. En Crónicas marcianas imagina la conquista
humana de Marte: es una muestra perfecta de ciencia ficción poética.
El relato que reproducimos corresponde a su obra Remedio para
melancólicos.
La noche soplaba en
el pasto escaso del páramo. No había ningún otro movimiento. Desde
hacía años, en el casco del cielo, inmenso y tenebroso, no volaba
ningún pájaro. Tiempo atrás, se habían desmoronado algunos
pedruscos convirtiéndose en polvo. Ahora, sólo la noche temblaba en
el alma de los dos hombres, encorvados en el desierto, junto a la
hoguera solitaria; la oscuridad les latía calladamente en las venas,
les golpeaba silenciosamente en las muñecas y en las sienes.
Las luces del fuego
subían y bajaban por los rostros despavoridos y se volcaban en los
ojos como jirones anaranjados. Cada uno de los hombres espiaba la
respiración débil y fría y los parpadeos de lagarto del otro. Al
fin, uno de ellos atizó el fuego con la espada.
‒¡No, idiota, nos
delatarás!
‒¡Qué importa!
‒dijo el otro hombre‒. El dragón puede olernos a kilómetros de
distancia. Dios, hace frío. Quisiera estar en el castillo.
‒Es la muerte, no
el sueño, lo que buscamos...
‒¿Por qué? ¿Por
qué? ¡El dragón nunca entra en el pueblo!
‒¡Cállate,
tonto! Devora a los hombres que viajan solos desde nuestro pueblo al
pueblo vecino.
‒¡Que los devore
y que nos deje llegar a casa!
‒¡Espera,
escucha!
Los dos hombres se
quedaron quietos.
Aguardaron largo
tiempo, pero sólo sintieron el temblor nervioso de la piel de los
caballos, como tamboriles de terciopelo negro que repicaban en las
argollas de plata de los estribos, suavemente, suavemente.
‒Ah... ‒El
segundo hombre suspiró‒. Qué tierra de pesadillas. Todo sucede
aquí. Alguien apaga el sol; es de noche. Y entonces, y entonces,
¡oh, Dios, escucha! Este dragón dicen que tiene ojos de fuego, y un
aliento de gas blanquecino; se lo ve arder a través de los páramos
oscuros. Corre echando rayos y azufre, quemando el pasto. Las ovejas,
aterradas, enloquecen y mueren. Las mujeres dan a luz criaturas
monstruosas. La furia del dragón es tan inmensa que los muros de las
torres se conmueven y vuelven al polvo. Las víctimas, a la salida
del sol, aparecen dispersas aquí y allá, sobre los cerros. ¿Cuántos
caballeros, pregunto yo, habrán perseguido a este monstruo y habrán
fracasado, como fracasaremos también nosotros?
‒¡Suficiente te
digo!
‒¡Más que
suficiente! Aquí, en esta desolación, ni siquiera sé en qué año
estamos.
‒Novecientos años
después de Navidad.
‒No, no ‒murmuró
el segundo hombre con los ojos cerrados‒. En este páramo no hay
Tiempo, hay sólo Eternidad. Pienso a veces que si volviéramos
atrás, el pueblo habría desaparecido, la gente no habría nacido
todavía, las cosas estarían cambiadas, los castillos no tallados
aún en las rocas, los maderos no cortados aún en los bosques; no
preguntes cómo sé; el páramo sabe y me lo dice. Y aquí estamos
los dos, solos, en la comarca del dragón de fuego. ¡Qué Dios nos
ampare!
‒¡Si tienes
miedo, ponte tu armadura!
‒¿Para qué? El
dragón sale de la nada; no sabemos dónde vive. Se desvanece en la
niebla; quién sabe a dónde va. Ay, vistamos nuestra armadura,
moriremos ataviados.
Enfundado a medias
en el corselete de plata, el segundo hombre se detuvo y volvió la
cabeza.
En el extremo de la
oscura campiña, henchido de noche y de nada, en el corazón mismo
del páramo, sopló una ráfaga arrastrando ese polvo de los relojes
que usaban polvo para contar el tiempo. En el corazón del viento
nuevo había soles negros y un millón de hojas carbonizadas, caídas
de un árbol otoñal, más allá del horizonte. Era un viento que
fundía paisajes, modelaba los huesos como cera blanda, enturbiaba y
espesaba la sangre, depositándola como barro en el cerebro. El
viento era mil almas moribundas, siempre confusas y en tránsito, una
bruma en una niebla de la oscuridad; y el sitio no era sitio para el
hombre y no había año ni hora, sino sólo dos hombres en un vacío
sin rostro de heladas súbitas, tempestades y truenos blancos que se
movían por detrás de un cristal verde: el inmenso ventanal
descendente, el relámpago. Una ráfaga de lluvia anegó la hierba;
todo se desvaneció y no hubo más que un susurro sin aliento y los
dos hombres que aguardaban a solas con su propio ardor, en un tiempo
frío.
‒Mira... ‒murmuró
el primer hombre‒. Oh, mira, allá...
A kilómetros de
distancia, precipitándose, un cántico y un rugido, el dragón.
Los hombres
vistieron las armaduras y montaron los caballos, en silencio. Un
monstruoso ronquido quebró la medianoche desierta, y el dragón,
rugiendo, se acercó, y se acercó todavía más. La deslumbrante
mirada amarilla apareció de pronto en lo alto de un cerro, y en
seguida, desplegando un cuerpo oscuro, lejano, impreciso, pasó por
encima del cerro y se hundió en un valle.
‒¡Pronto!
Espolearon las
cabalgaduras hasta un claro.
‒¡Por aquí pasa!
Los guanteletes
empuñaron las lanzas y las viseras cayeron sobre los ojos de los
caballeros.
‒¡Señor!
‒Sí, invoquemos
su nombre.
En ese instante, el
dragón rodeó un cerro. El monstruoso ojo ambarino se clavó en los
hombres, iluminando las armaduras con destellos y resplandores
bermejos. Hubo un terrible alarido quejumbroso, y un ímpetu
demoledor, y la bestia prosiguió su carrera.
‒¡Dios
misericordioso!
La lanza golpeó
bajo el ojo amarillo sin párpado, y el hombre voló por el aire. El
dragón se le abalanzó, lo derribó, lo aplastó, y el hombro negro
lanzó al otro jinete a unos treinta metros de distancia, contra la
pared de una roca. Gimiendo, gimiendo siempre, el dragón pasó,
vociferando, todo fuego alrededor y debajo: un sol rosado, amarillo,
naranja, con plumones suaves de humo enceguecedor.
* * *
‒¿Viste? ‒gritó
una voz‒. ¿No te lo había dicho?
‒¡Sí! ¡Sí! ¡Un
caballero con armadura! ¡Lo atropellamos!
‒¿Vas a
detenerte?
‒Me detuve una
vez; no encontré nada. No me gusta detenerme en este páramo. Me
pone la carne de gallina. No sé qué siento.
‒Pero atropellamos
algo.
‒El tren silbó un
buen rato; el hombre no se movió.
Una ráfaga de humo
dividió la niebla.
‒Llegaremos a
Stokely a horario. Más carbón, ¿eh, Fred?
Un nuevo silbido,
que desprendió el rocío del cielo desierto. El tren nocturno, de
fuego y furia, entró en un barranco, trepó por una ladera y se
perdió a lo lejos sobre la tierra helada, hacia el Norte,
desapareciendo para siempre y dejando un humo negro y un vapor que
pocos minutos después se disolvieron en el aire quieto.
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