Hoy
hace exactamente 130 años del nacimiento de Franz Kafka en la
danubiana ciudad de Praga. Sus escritos rubricaron el fin de muchas
certidumbres y seguridades del siglo XIX, e incoaron, en muchos
sentidos, nuestra insegura confusa atrabiliaria época.
Hay un guardián
ante la Ley. A ese guardián llega un campesino que pide ser admitido
a la Ley. El guardián le responde que ese día no puede permitirle
la entrada. El hombre reflexiona, y pregunta si luego podrá entrar.
―Es posible ―dice
el guardián―, pero no ahora.
Como la puerta de la
Ley sigue abierta y el guardián está, a un lado, el hombre se
agacha para espiar. El guardián se ríe, y le dice:
―Fíjate bien: soy
muy fuerte. Y soy el inferior de los guardianes. Dentro no hay una
sala que no esté custodiada por su guardián, cada uno más fuerte
que el anterior. Ya el tercero tiene un aspecto que yo mismo no puedo
soportar.
El hombre no ha
previsto esas trabas. Piensa que la Ley debe ser accesible a todos
los hombres, pero al fijarse en el guardián con su capa de piel, su
gran nariz aguda y su larga y deshilachada barba de tártaro,
resuelve que más vale esperar. El guardián le da un banco y le deja
sentarse junto a la puerta. Ahí pasa los días y los años. Intenta
muchas veces ser admitido y fatiga al guardián con sus peticiones.
El guardián entabla con él diálogos limitados y lo interroga
acerca de su hogar y de otros asuntos, pero de una manera impersonal,
como de señor importante, y siempre acaba repitiendo que no puede
pasar todavía. El hombre, que se había equipado de muchas cosas
para su viaje, va despojándose de todas ellas para sobornar al
guardián. Éste no las rehúsa, pero declara:
―Acepto para que
no te figures que has omitido algún empeño.
En los muchos años
el hombre no deja de mirarlo. Se olvida de los otros y piensa que
éste es la única traba que lo separa de la Ley. En los primeros
años maldice a gritos su perverso destino, con la vejez, la
maldición decae en quejumbre. El hombre se vuelve infantil, y como
en su vigilia de años ha llegado a reconocer las pulgas en la capa
de piel, acaba por pedirles que le socorran y que intercedan con el
guardián. Al fin se le nublan los ojos y no sabe si estos le engañan
o si se ha oscurecido el mundo. Apenas si percibe en la sombra una
claridad que fluye inmortalmente de la puerta de la Ley. Ya no le
queda mucho que vivir. En su agonía los recuerdos forman una sola
pregunta, que no ha propuesto aún al guardián. Como no puede
incorporarse, tiene que llamarlo por señas. El guardián se agacha
profundamente, pues la disparidad de las estaturas ha aumentado
muchísimo.
―¿Qué pretendes
ahora? ―dice el guardián―, eres insaciable.
―Todos se
esfuerzan por la Ley ―dice el hombre―. ¿Será posible que en los
años que espero nadie haya querido entrar sino yo?
El guardián
entiende que el hombre se está acabando, y tiene que gritarle para
que le oiga:
―Nadie ha querido
entrar por aquí, porque a ti solo estaba destinada esta puerta.
Ahora voy a cerrarla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario