Ítalo
Calvino, italiano, escribió el prodigioso libro Las ciudades
invisibles, en el que el famoso
viajero veneciano Marco Polo describe una tras otra todas las
ciudades que ha visitado. El emperador Kublai Kan (en realidad,
nosotros) le pide (le pedimos) que continúe: siempre
hay una nueva ciudad más apetecible más allá.
El que llega a Tecla
poco ve de la ciudad, detrás de las cercas de tablas, los abrigos de
arpillera, los andamios, las armazones metálicas, los puentes de
madera colgados de cables o sostenidos por caballetes, las escalas de
cuerda, los esqueletos de alambre. A la pregunta: —¿por qué la
construcción de Tecla se hace tan larga?— los habitantes, sin
dejar de levantar cubos, de bajar plomadas, de mover de arriba abajo
largos pinceles: —Para que no empiece la destrucción —responden.
E interrogados sobre si temen que apenas quitados los andamios la
ciudad empiece a resquebrajarse y hacerse pedazos, añaden con prisa,
en voz baja: —No sólo la ciudad.
Si, insatisfecho con
la respuesta, alguno apoya el ojo en la rendija de una empalizada, ve
grúas que suben otras grúas, armazones que cubren otras armazones,
vigas que apuntalan otras vigas.
—¿Que sentido
tiene este construir?—pregunta—. ¿Cuál es el fin de una ciudad
en construcción sino una ciudad? ¿Dónde está el plano que siguen,
el proyecto?
—Te lo mostraremos
apenas termine la jornada; ahora no podemos interrumpir —responden.
El trabajo cesa al
atardecer. Cae la noche sobre la obra en construcción. Es una noche
estrellada.
—Éste es el
proyecto— dicen.
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