Jerome
K. Jerome fue un escritor inglés. En 1889 publicó el divertidísimo
Tres hombres en una barca,
que supuso un nuevo tipo de
libro humorístico, en buena parte todavía vigente. Este fragmento
funciona como un espléndido cuento.
¡Cómo me recuerda
a mi pobre tío Podger! Jamás se ha visto en hogar alguno alguna
conmoción semejante a la que sucedía en su casa cuando se disponía
a hacer algo. Un día le trajeron un cuadro –de cuyo valor
artístico prefiero no hablar– y en lugar de colocarlo en su sitio,
como era de esperar, se limitaron a dejarlo en un rincón del
comedor. La tía Podger, mujer eminentemente ordenada, preguntó qué
debía hacerse, y su marido respondió alegremente:
–No te preocupes,
querida, de eso voy a encargarme yo...
Inmediatamente
procedió a despojarse de su chaqueta y comenzó sus actividades
enviando a la criada a buscar dieciséis peniques de clavitos, al
poco rato uno de los niños tuvo que salir corriendo detrás de ella
para decirle de qué medida tenían que ser, y, desde ese instante,
la casa se convirtió en un pequeño manicomio.
–¡Anda, Will, ve
a buscarme el martillo! –gritaba el tío Podger–. ¡Tú, Tom,
tráeme la regla...! ¡Sí! ¡También necesitaré la escalera de
mano!... ¡Y una silla de la cocina!... Jim, vete a casa del señor
Goggles y dile: “muchos recuerdos de papá, que espera que su
pierna esté mejor, y si hace el favor de dejarle la escala
métrica...” Tú, María, no te muevas, alguien ha de aguantarme la
luz... Ah, cuando la chica regrese que vaya a comprar un cordel...
Tom, ¿dónde está Tom? Tom, ven aquí, dame el cuadro.
Cogió el cuadro,
que se le resbaló de las manos, e intentando evitar la rotura del
cristal sólo consiguió cortarse; lleno de furor dio vueltas
buscando su pañuelo, que no encontraba, pues lo llevaba en el
bolsillo de la chaqueta que se quitara para trabajar y cuyo paradero
ignoraba. Toda la familia se vio obligada a dedicarse a su búsqueda
mientras el tío Podger, rezongando imprecaciones, no paraba de
moverse en todas direcciones.
–¿Es que en esta
santa casa nadie sabe dónde está mi chaqueta? ¡En mi vida he visto
gente igual! ¡Seis personas y no pueden encontrar una cosa que no
hace cinco minutos que la llevaba! ¡En nombre de...!
Al fin, cansado de
andar, se sentó, levantándose en seguida de un salto:
–¿Lo veis? ¡He
tenido que ser yo quien la encontrara! –exclamó indignado–. ¡Y
precisamente en esta silla donde acabo de sentarme...! ¡Cuando hay que
buscar algo valdría más pedirlo al gato que a vosotros...!
Y después de perder
media hora en vendarle la mano y encontrar otro cristal, y conseguir
que las herramientas, la escalera y la silla estuviesen a mano,
reanudaba su tarea. Todos, incluyendo a la criada y a la asistenta,
estábamos de pie, en semicírculo, dispuestos a ayudarle; dos
personas sujetaban la silla, otra le cogía por las piernas, un
cuarto ayudante le pasaba los clavos, y el que hacía el número
cinco le daba el martillo. El tío Podger cogió el clavo por la
punta –con el natural resultado de pincharse– y lo dejó caer.
–¡Vaya...!
–exclamó quejumbrosamente–. ¡Ya se me ha caído!
Nos pusimos de
rodillas buscándolo afanosamente, mientras él seguía en la silla,
gruñendo si es que pensábamos hacerle pasar toda la noche en
semejante posición; finalmente apareció el clavo, mas en ese
instante el martillo desapareció misteriosamente.
–¿Dónde está el
martillo?...¿Qué he hecho con el martillo?... ¡Santo
cielo!...¡Seis personas dando vueltas, con la boca abierta, y no
saben lo que he hecho con el martillo! –decía indignado.
Encontramos el
martillo y la situación pareció recobrar su anterior normalidad;
empero entonces no distinguió la marca hecha en la pared, y tuvimos
que subirnos a la silla, junto a él, a ver si la veíamos. Cada uno
la descubría en un lugar diferente; nos llamó tontos, uno por uno,
ordenandonos bajar; cogió la regla volvió a medir, lo que le dio
como resultado que el lugar en cuestión debía ser a treinta y una y
tres octavos de pulgada del rincón, e intentó hacer un cálculo
mental. A nuestra vez probamos de calcular la distancia, mas se
obtuvieron tantos resultados como personas se encontraban en la
habitación, lo que dio motivo para zaherirnos mutuamente. En la
discusión que siguió, se olvidó el primer número y el tío Podger
tuvo que medir de nuevo, utilizando en esta ocasión un trozo de
cordel; y en el instante crítico, cuando el honorable anciano se
balanceaba en la silla a un ángulo de cuarenta y cinco grados,
queriendo llegar tres pulgadas más allá de lo posible, resbaló y
cayó sobre el piano, lográndose un efecto maravillosamente musical,
dada la exactitud con que todos los miembros de su cuerpo acariciaron
el teclado. La tía María, avergonzada del vocabulario que su esposo
reservó para semejante ocasión, protestó, añadiendo que
espectáculos de esta clase eran contraproducentes para la pedagogía
infantil.
Finalmente, el tío
Podger, logró encontrar la famosa marca, apoyó encima un dedo de su
mano izquierda, y asiendo el martillo con la derecha dio un golpe con
toda sus fuerzas. Como era de esperar, el clavo no se hundió en la pared;
en cambio, oyóse un grito de dolor y el ruido del martillo al caer
sobre los pies de alguien.
–Querido Podger
–dijo tía María suavemente–, la próxima vez que tengas que
colgar un cuadro, sería mejor que me lo avisases con tiempo... Así
lo tendré todo a punto para irme con los niños a casa de mamá
mientras tú terminas de decorar nuestra casa...
–¡Oh, vosotras,
mujeres... lo complicáis todo! –repuso el tío Podger
animándose–. ¡Si yo disfruto haciendo cositas de éstas!
Volvió a probar
suerte; al segundo golpe el clavo hundióse en el yeso arrastrando
medio martillo, y tío Podger se precipitó contra la pared como si
tuviese interés en aplastarse la nariz. Tuvimos que volver a buscar
la regla y el cordel que, naturalmente, habían vuelto a extraviarse;
se hizo un nuevo agujero y a eso de media noche el cuadro estaba
colgado, aunque un poco torcido, mientras el aspecto de la pared era
el de haber sufrido las constantes caricias de un gigantesco
rastrillo, y todos nosotros, menos el tío Podger, teníamos el mismo
aire de unos condenados a trabajos forzados.
–¿Lo estáis
viendo? –exclamó, bajando pesadamente de la silla y “aterrizando”
en los pies de la criada–. ¡Si es facilísimo!... Y pensar que
mucha gente llamaría a un operario para una cosita como ésta...
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