Gilbert
Keith Chesterton escribió una serie de novelas, cuentos y artículos
en las que (igual o diferentemente que Kafka, Joyce, Thomas Mann,
Proust, Hermann Hesse...) anuncia-analiza-critica-previene de lo que
va a ser el siglo XX. Dos novelas suyas imprescindibles: El hombre
que fue jueves, y La esfera y la cruz. Pero ante todo fue
periodista, aunque muchos de sus artículos de opinión se
convierten, como el ejemplo que les traigo, en breves cuentos
verdaderamente redondos.
A los lectores de Bernard Shaw y de otros escritores modernos les
interesará la noticia del descubrimiento del Superhombre. Yo lo
descubrí: vive en South-Croydon. Mi hallazgo será un severo
desengaño para Mr. Shaw, que ha seguido una pista falsa y anda
buscándolo por Blackpool; y en cuanto a la esperanza de Mr. Wells de
producirlo a base de cuerpos gaseosos, en un laboratorio particular,
siempre la creí predestinada al fracaso. Afirmo que el Superhombre
de Croydon nació de una manera normal, aunque, por supuesto, él no
tiene nada de normal.
Sus padres no son indignos del ser prodigioso que han dado al mundo.
El nombre de Lady Hypatia Smythe-Browne (ahora Lady Hypatia Hagg)
nunca será olvidado en los barrios pobres, tan atendidos por su
benéfico celo. Su constante grito de Salvad a los niños
fustigaba la negligencia cruel de quienes permiten al niño la
posesión de juguetes de color vivo, pernicioso para la vista.
Alegaba estadísticas irrefutables que demostraban que los niños a
quienes no les vedan el espectáculo del violeta y del bermellón
propenden muchas veces a la miopía en la extrema vejez; y a su
cruzada infatigable se debe que el azote de las canicas casi fuera
barrido de las casas de alquiler. La abnegada señora recorría las
calles de sol a sol quitando los juguetes a los niños pobres, bondad
que les llenaba los ojos de lágrimas. Su obra fue interrumpida, en
parte por su nuevo interés en la religión de Zoroastro, en parte
por un paraguazo feroz. Se lo infirió una disoluta verdulera
irlandesa, que, al regresar de alguna orgía, se encontró en su
dormitorio insalubre con Lady Hypatia descolgando una lámina vulgar,
cuya influencia, para no decir otra cosa, no podía ser edificante.
La celta, analfabeta y alcoholizada, no sólo agredió a su
bienhechora, sino que le acusó de robo. La mente exquisitamente
equilibrada de Lady Hypatia, padeció un eclipse transitorio, durante
el cual contrajo enlace con el doctor Hagg.
Hablar del doctor Hagg es innecesario. Quienes tengan la más leve
noticia de esos atrevidos experimentos de Eugenesia
Neo-Individualista, que constituyen la preocupación esencial de
la democracia británica, sin duda conocen su nombre y lo han
encomendado más de una vez a la protección personal de una Entidad
impersonal. Desde muy joven aplicó a la historia de la religión su
vasta y sólida cultura de ingeniero electrónico. Poco después era
uno de nuestros geólogos más ilustres, y logró esa clara visión
del porvenir del socialismo, que es patrimonio de los geólogos. Al
principio pareció advertirse una grieta, fina pero visible, entre
sus opiniones y las de su aristocrática esposa. Ella era partidaria
(para decirlo con su poderoso epigrama) de proteger a los pobres
contra sí mismos; él sostenía, con una nueva y vigorosa
metáfora, que en la lucha por la vida el triunfo debía
adjudicarse a los triunfadores. Los dos, sin embargo, acabaron
por percibir que sus respectivas opiniones eran inequívocamente
modernas y en este luminoso adjetivo sus almas encontraron la paz. El
resultado es que la unión de los dos tipos más altos de nuestra
cultura, la gran dama y el hombre de ciencia autodidacto, fue
bendecida por el nacimiento del Superhombre, del ser que aguardan día
y noche todos los obreros de Battersea.
Encontré, sin mayor dificultad, la casa del doctor Hagg: está
ubicada en una de las últimas calles de Croydon y la domina una fila
de álamos. Llegué a la hora del crepúsculo y es comprensible que
me pareciera advertir algo oscuro y monstruoso en la indefinida mole
de aquella casa que hospedaba a un ser más prodigioso que todos los
seres humanos. Fui recibido con exquisita cortesía por Lady Hypatia
y su esposo, pero no vi en seguida al Superhombre, que ya ha cumplido
los quince años y vive solo en una pieza apartada. Mi diálogo con
los padres no aclaró del todo la naturaleza de esa misteriosa
criatura. Lady Hypatia, que tiene un rostro pálido y ansioso,
ostentaba esos grises y medias tintas con los que ha dado alegría a
tantos hogares pobres en Hoxton. No habla del fruto de su vientre con
la vanidad vulgar de una madre humana. Tomé una decisión audaz y
pregunté si el Superhombre era hermoso.
—Crea su propio canon, como usted sabe —respondió con un leve
suspiro—. En ese plano es más bello que Apolo. Desde nuestro plano
inferior, por supuesto... —y volvió a suspirar.
Tuve un horrible impulso y dije de golpe:
—¿Tiene pelo?
Hubo un silencio largo y penoso. El doctor Hagg dijo con suavidad:
—Todo en ese plano es distinto: lo que tiene... no es lo que
nosotros llamaríamos pelo, aunque...
—¿No te parece —murmuró su mujer—, no te parece que, para
evitar discusiones, conviene llamarlo pelo, cuando uno se dirige al
gran público?
—Quizá tengas razón —dijo el doctor, después de un instante—.
Tratándose de pelo como ése hay que hablar en parábolas.
—Bueno, ¿qué diablos es —pregunté con alguna irritación— si
no es pelo? ¿Son plumas?
—No plumas, según nuestro concepto de plumas —contestó Hagg con
una voz terrible.
Me levanté, impaciente.
—Sea como fuere, ¿puedo verlo? —pregunté—. Soy periodista y
sólo me traen aquí la curiosidad y la vanidad personal. Me gustaría
decir que he estrechado la mano del Superhombre.
Marido y mujer también estaban de pie, muy incómodos.
—Bueno, usted comprenderá —dijo Lady Hypatia con su encantadora
sonrisa de gran dama—. Usted comprenderá que hablar de manos... su
estructura es tan diferente...
Olvidé todas las normas sociales. Arremetí contra la puerta del
aposento que encerraba sin duda a la criatura increíble. Entré: la
pieza estaba a oscuras. Oí un triste y débil gemido; a mi espalda
retumbó un doble grito:
—¡Qué imprudencia! —exclamó el doctor Hagg, llevándose las
manos a la cabeza—. Lo ha expuesto a una corriente de aire. ¡El
Superhombre ha muerto!
Esa noche, al salir
de Croydon, vi hombres enlutados cargando un féretro que no tenía
forma humana. El viento se quejaba sobre nosotros, agitando los
álamos, que se inclinaban y oscilaban como penachos de algún
funeral cósmico.
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