Hace
mucho que no acudimos al gran Borges. Un personaje secundario de uno
de los cuentos de El Aleph narra el siguiente relato:
Cuentan los hombres
dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un
rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos
y les mandó a construir un laberinto tan perplejo y sutil que los
varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban
se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la
maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres.
Con el andar del
tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia
(para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar
en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la
declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con
la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al
rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si
Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó
a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos
de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo sus castillos,
rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de
un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le
dijo:
―¡Oh, rey del
tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste
perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y
muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío,
donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas
galerías que recorrer, ni muros que veden el paso.
Luego le desató las
ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de
hambre y de sed. La gloria sea con aquel que no muere.
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